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Casandra

–Se lo digo, sigo escuchando las voces como si fueran los autos que pasan en la calle y atropellan una y mil veces a un perro embarrado en el asfalto; ese perro es el silencio. Y yo el centro de aquellos gritos, detenida, sin poderme mover, escuchando cómo se burlaban. Se reían con unas carcajadas que llegaban hasta el otro lado del puente. Yo los miraba, primero con asombro, como que no entendía bien lo que pasaba; luego con miedo, con un miedo que me calaba, que me dejaba callada, que me hacía sentir sus gritos más gritos en mi cuerpo. Se lo juro, yo no les había hecho nada pero ellos estaban allí para hacer ruido. Si decía algo lo repetían hasta que las palabras dejaban de tener sentido, y luego parecía que mis palabras habían sido otras, que lo que yo había dicho eran cosas muy distintas.

“Nada sé de esas personas. Le digo la verdad. Sólo sé que vienen hasta acá para joderme, porque yo soy muy distinta, yo veo la verdad  y ellos no.

“Piensan que miento, que soy yo la que traigo la mala suerte, por eso primero vienen y se ríen, luego regresan tiempo después a culparme de sus desgracias. Y yo no puedo sino mirarlos y callar.

 

La mujer se alejó subiendo la barranca, seguía gritando a los que caminábamos por la playa que todos acabaríamos bajo el agua. Nos reíamos, nadie puede hacerle caso a una loca. En el cielo hacía un sol hermoso y apenas en el horizonte se alcanzaba a mirar una nube lejana.

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Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Obtuvo el premio José Emilio Pacheco, en el área de poesía, así como la beca Edmundo Valadés para publicaciones independientes, en 2004, 2005 y 2009. Actualmente es editor de la gaceta de literatura y gráfica Literal, y de sus distintas colecciones.
Ilustradora. Vendedora de sueños, trompetista en el circo de la mariposa, a veces maga. También pinta y hace flan.
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