“La calle fue quedando poco a poco desierta. Los espectáculos habían empezado en todas partes, creo. Sólo quedaban en la calle los tenderos y los gatos”*.
Y yo sólo esperaba a que le llegara su hora a tu indiferencia, que la fatiga de fin de día venciera. Necesitaba una tregua. Una calma nocturna: sin rumores ni ruidos allá afuera, sin palabras ni pensamientos en esta casa que a veces mata de asfixia. Tu apagado suspiro me sobresaltó, no quería ya ver más esos ojos que hieren de fría firmeza, insensibles a la caricia de un parpadeo.
Pero no podía dejarme ir y que la noche me inundara para recobrarme, porque la traición siempre está latente. Al más leve movimiento tu mirada podría matarme. Temía despertar con el hondo dolor de una garra clavada en la piel del sueño, el azul teñido de rojo y mi tranquilidad hecha jirones.
Y sí, es verdad, en otras alcobas el espectáculo ya habría comenzado. Pero yo estaba ya cansada de este juego de rencor e infidelidad. Tu mirada y tu silencio me helaban, me enceguecían como la luz blanca de un anfiteatro donde acecha la muerte y la angustia en cada respiro.
La pesadilla me embargó: “pájaros, monstruos marinos, ventanas dándose al silencio o dejando entrar un simulacro de la muerte”. Sólo esperaba que amaneciera, para que “el aire y las luces de la calle”**, me devolvieran el aliento.
*Albert Camus, El extranjero
**Julio Cortázar, “Orientación de los gatos”