Han pasado 400 años desde que, en el antiguo bosque de Jaktórow, las hijas de Apellanthur, la última uru, prometieron a su madre no decir nada más que el mantra mágico que les había enseñado. Sucedió primero en Texas y casi de inmediato en el resto del mundo. Cuatro siglos de recitar el mantra culminaron en el proceso divino que los bovinos conocen como ilechación. Cada vaca y cada toro del planeta se convirtió en leche. De los lagos y mares níveos sobresalió la cabeza de Apellanthur, que entre risas y carcajadas disfrutaba mofarse de los humanos. «Agárrele las tetas a su abuela» o «vaya a ordeñar a su madre» fueron algunas de las frases más sonadas a la orilla de estos mares.
Los granjeros querían leche, pero ella no les daba. «Coma elote», les respondía con displicencia.
Poco a poco estos mares se fueron moviendo y se juntaron hasta crear «la gran mancha blanca» debajo de Groenlandia e Islandia. Los granjeros quieren su leche y en los últimos años han creado una rebelión con base en la costa oriental de los Estados Unidos. Han perdido varios barcos e incluso algunos aviones han desaparecido sobre la mancha al intentar hacer algo de reconocimiento en el área. La televisión se ha llenado de bebés llorando y niños famélicos que, según los noticieros, son consecuencia de la irresponsabilidad bovina. Vallas publicitarias tachan a Apellanthur de enemiga de la humanidad y en algunas iglesias han empezado a retratar al diablo con su cara. Las masas odian a la última uru traída de vuelta por hechos divinos. La masa quiere su leche y si no la tienen, que no sea de nadie, o que no exista.
Yo vengo caminando por Reforma y escucho las noticias en mis audífonos. Acaban de firmar un acuerdo internacional para lanzar un misil nuclear al centro de la mancha.