Tibias sombras nos rodeaban. Mientras conducías, podía ver por la ventanilla los árboles secos acomodados en filas bajo un cielo atiborrado de nubes grises. Era un pueblo sin color. Aun así, sin ser del todo verde, del todo agradable, solíamos regresar. Y no entendía porqué, sólo veía que tus ojos se opacaban, que tus hombros se caían y tu ropa se veía más holgada de lo común. No, no me gustaba ir ahí, reflejabas una inocencia que dolía. Por más que intentaba jugar con tus recuerdos, seguir las pistas, huías del presente para correr a las faldas de aquella montaña. Era tu lugar preferido, lo sabía de memoria; lo decías como un conjuro que hacía que me alejara de ti mientras tu voz se endulzaba. ¿Tan fastidiado estabas de mí?
No, seguía sin comprender. Tú tan envenenado de recuerdos y yo deseando que al fin los enterraras.