Sucedió de repente al doblar la esquina. Ahí estaba aquella horda de locos, armada con palos y todo tipo de artefactos lesivos. Apenas los miré, regresé sobre mis pasos y eché a correr. En mi carrera tropezaba una y otra vez. Otras personas también corrían aterradas. Sin explicación las calles se convertían en laberintos, y yo me ocultaba donde podía: en el pórtico de un edificio, dentro de un carro con las llaves puestas el cual yo encendía pero —sin saber la razón— no podía conducir. Salir de nuevo, correr y correr hasta encontrar la calle que me llevaría a casa… Una, dos, diez vueltas infructuosas. Las calles que conozco desde siempre no me llevan a donde yo quiero.
Al fin miro el parque entrañable y sigo corriendo sobre la avenida bordeada de verde. Aquellos hombres siguen detrás de mí. Llego a mi casa y subo desbocadamente las escaleras, pero nadie abre cuando toco la puerta y ya los escucho en el zaguán. La mano de alguien jala la chapa y la puerta cede, pero ya no puedo cerrarla nuevamente. La dejo entreabierta, reconozco las voces subiendo por la escalera. Me encierro en el baño y miro hacia todos lados. Mi vista está borrosa. Descubro el botiquín, ese que tiene el espejo, y empiezo a arrancarlo de la pared. Aporrean la puerta del baño y, casi cuando están a punto de abrirla, botiquín y espejo se desprenden y aparece un túnel de 30 x 30 centímetros. Trepo al lavamanos y entro reptando; al fin estoy a salvo. Luego vuelvo a colocar el espejo justo cuando la puerta es derribada.