Estuvo mal que no cerrara la boca, porque cuando me caí no hubo modo de contener la sangre que escurría a borbotones, como si en vez de un diente se me hubieran roto los pulmones. Me quedé inconsciente por horas, ¡bah!, quizá fueron minutos pero yo sentí que me quedé ida por una eternidad. Lo peor fue que cuando me levanté, ya con la luz encendida, me di cuenta de que no tenía ropa y de que tú me mirabas con esa cara de asustado que sólo haces cuando se te ha olvidado cerrarle al gas.
Claro, estábamos acostados, juntos, mirándonos, tocándonos, cuando se te ocurrió hacer una de tus sensuales acrobacias y mandarme directo contra el armario, para caerme después de cabeza contra el piso.
Por eso no traía ropa. Y aunque muchas veces me has visto así —quizá la mayor parte de la mi vida—, no sé por qué sentí tanta pena, quizá por lo incómodo de la situación o por el golpe, porque me imagino la escena de mis piernas desnudas volando aeróbicamente por los cielos pensando «oh, qué sexy me veo» o porque tú me veías con esos ojos accidentados y arrepentidos.
No parabas de pedir perdón y de jurar que no volverías hacerlo, pero pienso ¿qué sería de nuestros románticos encuentros si nos limitáramos únicamente a la cama?
Desde aquel día cuento un diente roto, una alfombra manchada, dos dedos fracturados, una vértebra torcida y varios moretones en las pompas y en la espalda, pero ¿qué no fuiste tú el que un día dijo “sólo cuando se ha tenido conciencia del dolor se puede entonces conocer el amor”? Seguro que tu idea era más rosa que esta, pero probablemente igual de dramática.
Además, no hay dolor que no calme una buena dosis de analgésicos.
¿Qué dices, intentamos esta vez desde el sofá?