Me dijeron que podía hacer lo que quisiera y no se equivocaron. Cuando las tetas y la boca de Marisol me cautivaron no hubo nada que detuviera mi ascenso de invisible a imprescindible. Notas, piropos, caricias y miradas me colocaron junto a ella en el altar. Paseamos, comimos, cogimos, nos reímos y hasta un hijo tuvimos. Por supuesto nunca dejé de trabajar, cada día que pasaba más dinero necesitaba. Hice crecer la empresa. Casa nueva, carro nuevo, escuela fina para el pelado. Dos empleados, luego cinco, luego quince, luego aparecí en el periódico, luego me dijeron «gran emprendedor». Conocí la gracia del dinero, el asomo de la fama. «La buena vida es cara. Hay otras vidas pero esas no son vidas» decía mi papá y yo sí que tuve vida. Entrevistas, viajes, negocios, fotos, publicaciones. Estrechones de manos, abrazos, miradas, poder y lujuria.
En la casa todo iba bien, pero yo era ya más que un simple esposo. Tenía gente a mis pies y muchas mujeres aparecíeron dispuestas. Quise más tetas, más carros, más whisky. Y tuve más carros, más tetas y más whisky. Más de mil empleados, una fábrica en China, locales por todos lados y casas que ni mi esposa o hijo habían visitado.
De pronto champaña, orgías, carcajadas, destrozos, clamidia, gonorrea y un divorcio se mezclaron en pocos meses. La juerga y el despilfarro no paraban. La compañía humana nunca hacía falta. Mi poder abrumaba, provocaba miedo en cualquiera que estuviera cerca. Luego las charlas se volvieron sosas, las tetas de silicona perdieron su encanto, el alcohol no alegraba y las drogas no me causaban el efecto deseado. La presión arterial se fue al cielo, el corazón se agrandó y casi explota.
Al hospital no fueron más que las cuentas y los contratos por firmar. Los doctores y las enfermeras me trataban como la basura que describían los tabloides cuando hablaban de mí.
No me morí, no me fui al infierno, pero toda la admiración, envidia y miedo se volvieron apatía y traición. Me di cuenta de que el dinero no puede comprar honestidad, amistad o sinceridad. Así que me fui al carajo yo mismo, me acordé de la boca de Marisol y del hijo asustado que tenía por ahí y les endosé algo del dinero que quedaba. Doné casi toda la plata, cambié los trajes por bermudas y sandalias y terminé en esta playa de arena gris vendiendo arepas. Ahora respiro más tranquilo y de vez en cuando recuerdo mirar al cielo y contemplar las nubes.
Hace años no hablaba tanto con nadie, perdón por tanta diatriba, es que hay algo en sus ojos que me hace sentir vivo.