Voy a escribir tu epitafio para firmar con mi nombre tu muerte. Eso fue lo último que me dijo.
Era un pajarraco insufrible. Mi trabajo era espantarlo, alejarlo de las mazorcas y sus preciadas perlas amarillentas. Pero sus ojos eran hipnóticos; con frecuencia se paraba frente a mí y con esos ojos me dejaba inmóvil. Ya sé que yo estaba clavado a la tierra, ya sé, pero me inmovilizaba hasta que las piernas se me descolgaban de pasmosidad. Yo terminaba por darle el maíz, por regar los granos en una circunferencia que hacía las veces de altar: la ceremonia de luchar contra su hambre, de resistirme y rendirme ante sus facciones de ave, ante su inhumanidad. Me dominaba, el maldito pájaro que ni siquiera era un cuervo (¡ah, la negra majestad del cuervo hubiera justificado mi debilidad, si hasta Poe se arrodillaba ante uno de esos!) era un pajarillo cualquiera, apenas una avecilla recién arrojada de casa. Si no fuera incorrecto, le diría “infans”, bebé pájaro vulnerable incluso en el vuelo. Pero graznaba, y él sabía perfectamente bien lo que graznaba.
Era un ladrón que hurtaba mi voluntad atada. Estoy seguro de que lo gozaba, de que me rondaba no sólo por el hambre que lo atacaba sino porque disfrutaba asaltarme y dejarme despojado, trepado en el palo donde ejerzo mi oficio de espantapájaros. Y llegó el día en que se paró en mi cabeza. Te voy a nombrar Coronel de mi Hambre, me dijo muy cerca, y con su pico sacó de la parte de atrás de mi cabeza la paja que necesitaba para hacer su nido.