Déjame mirar por la ventana y espiarte cuando, a tientas, pasas junto a la mesita de noche y encuentras tu cajetilla de cigarros para encender uno en la oscuridad y con ayuda de la flama que sale del mechero ver tu perfil ligeramente iluminado. Cómo tus ojos brillan.
Regálame un boleto hasta tu puerta, ahí juntito al timbre, por la chapa, para que pueda mirar por el cerrojo y admirar toda tu belleza.
No es necesario que me invites a pasar, puedo hacer escala en el descanso y sentarme a escuchar cómo tecleas en la computadora y susurrando le platicas a la taza lo próximo que harás.
Luego te veo caminar hacia la cocina para dejar los platos de la cena y en tu vaso, ese rojo que me gusta tanto, servirte la leche que te acompaña hasta que apagas la tele antes de dormir.
Regálame, después, un viaje hasta tu cama, aunque no pueda dormir. Déjame ver cómo escondes tu cabeza entre la almohada, mientras yo te cubro con las sábanas y me imagino que sabes que estoy ahí y te gusta. No me pides que me quede, pero te acurrucas para estar más cerca.
Aún no entiendo qué es lo que dices ni por qué hablas mientras sueñas, pero a veces creo que hablas de tu vida y que me la estás contando. Me pides que te lleve, aunque todavía no es tiempo para ti.
Está por salir el sol y no me quedo. Me voy a hurtadillas de tu cuarto y, como todas las mañanas, dejo una nota en el pretil de la ventana, para que sepas que estuve ahí, cuidándote:
“Cada noche que paso contigo es como entrar al paraíso. Tú no me conoces, pero sabes quién soy, si quieres conocerme sólo tienes que buscar debajo de tu cama. No necesito llave, sé perfectamente cómo entrar y no tengas miedo, no como ni muerdo, sólo estoy enamorada de ti”.