Te escucho y hablas por mí. Tu piano es más fuerte que mis gritos ahogados en mis manos.
Cállame. Agítame. Hazme sonreír con lágrimas que resbalen hasta mi cuello y que la habitación dé vueltas y yo sienta que no estoy aquí.
El espejismo del silencio y sus voces, porque adentro llevo las del pasado y las del presente y las mías y las del lugar en el que vivo.
Ruido. Pienso en todo y se convierte en ruido. Y la habitación vuelve a dar vueltas a mi alrededor y de repente pienso que en el silencio no hay más que vueltas.
Y entras tú. Con tus notas que parecen conocerme sin habernos conocido. Entras tú con una sinfónica de algún lugar del mundo y lloramos porque fuimos amantes y nos dejamos por temor a destruirnos.
Si dejo de escucharte, el silencio se apoderará de mí una vez más.
Llega una punción que no distingo a qué sabe.
Se queda en mis ojos, en mi garganta y es primavera, verano, otoño e invierno.
Ya no te escucho.
Hemos enmudecido.
El silencio se columpia en mis brazos como el viento que arranca las hojas secas de un árbol.