Despertó en el hospital. Lo despertaron unas voces. La enfermera. Al verla lo supo. Supo que todo había cambiado en su vida, no porque le hubiera pasado algo grave en el accidente sino porque había estado cerca de la muerte y eso a veces hace que se abran los ojos. La enfermera. Ella moriría dentro de cuatro años y se iría a un infierno en donde no hay gravedad. Él lo vio en su mirada.
—Cálmate, muchacho, no te pasó casi nada.
El paciente de al lado sufriría unos días más; nueve, para ser exactos, y después no se veía nada. Quién sabe. A lo mejor fue una idea. Pero luego vio a la esposa a un lado de su cama, estaba dormida y despertó. En su mirada estaban veinte años más y un infierno hecho del clásico fuego. El conserje acabaría en una especie de isla desierta pequeña en donde en realidad se sentiría bastante tranquilo. Así pasaba con casi todos los que veía. Le pidió a la enfermera un espejo.
—Eso se quita con cremas en unos meses, joven —lo quiso tranquilizar, pues pensó que era para ver la cicatriz que había quedado en su mejilla y cuello.
Él sólo le respondió con la mirada perdida. Se convirtió en un cuerpo vacío que respondía con monosílabos o con cosas como: en cinco años, lombrices largas como carreteras; en veintidós años, olores insoportables; tres semanas, insectos devorando sin fin.
En el hospital, cuando contaban la historia, lo llamaban «el vanidoso».