Se disolvieron los pies, pero no se derrumbó. Pronto siguieron las piernas tostadas y las flores ocultas del vientre, las caderas que alguna vez flotaron como lirios en la marea. Se disolvieron las manos y no quedó rastro discernible de los pechos ni los hombros. Se le fue nevando el corazón, pero no el deseo.
Antes de que los ojos quemados atardecieran, tuvo la claridad de que en ese parpadeo comenzaba el pasado. O quizá el temor.