Se detuvo ante la puerta. Sabía que después de meter la llave, girar la perilla y encender la luz de la estancia todo seguiría igual: el papel tapiz descarapelado, las esquinas roídas de los sillones, el silencio en el departamento, la soledad.
Nada podría regresarla a casa. Hacía un mes que le gritó que se fuera, que le quitaba mucho tiempo, que lo desesperaba, que ya no quería verla nunca más.
El hombre continuó frente a la puerta.
Suspiró.
Pensó en su lomo negro que acariciaba con ternura cuando llegaba del trabajo. Entonces escuchó pisadas en el corredor. Giró la cabeza y no creyó nada cuando la encontró, erguida, al final del pasillo.
La llamó con un silbido y gritó su nombre con la emoción de quien encuentra una aguja en un piso de azulejos moteados. Mora se acercó al hombre, lo olfateó, agitó la cola y le lamió la cara mientras él le prometió que nunca más la abandonaría.
Un nuevo silbido se escuchó al final del pasillo. Un chico no mayor a los catorce años apareció frente a la puerta del último departamento.
–Vas a disculparme pero este es mi perro. Lo he estado buscando durante un mes. ¡Voy a demandarlos por secuestro! Dile a tu padre.
El chico lo miró, caminó unos pasos al frente y sonrió con malicia.
–No puede acusarnos de nada. Ella se fue con nosotros después de que la corrió. Lo escuchamos todo.
–Pero yo sigo siendo su dueño. Ustedes no tienen derecho.
–Ninguno de nosotros, pero ella sí. Que Mora elija.
El hombre la miró y percibió algo de tristeza en sus ojos. Mora caminó hacia el chico, le lamió una mano y se metió al departamento.