Mi maestro vino a verme con una duda en mente. Por primera vez en todos estos años parecía buscar mi consejo.
—Creo que he perdido mi espíritu —me dijo mientras buscaba con la mirada por toda mi casa—. Tengo la sensación de haberlo extraviado en algún lugar.
—¿Ya buscó en su baño?
—Ya.
—¿En su cocina? La comida pudo ser su perdición.
—Lo sé. Pero tampoco estaba ahí.
—Cualquiera puede extraviar el espíritu en su biblioteca si quiere hacerlo.
—Fue el último sitio donde busqué, antes de venir aquí —concluyó con un aire de tristeza, como despidiéndose de él.
—Ya veo… No se alarme, situaciones como ésta son muy comunes: justo el otro día escuché de un espíritu asmático que tuvo que retirarse antes de tiempo y ahora vive en la playa. Quizá el suyo vuelva mañana mismo.
No dijo más; se limitó a observar fijamente a mi propio espíritu, como si quisiera arrebatármelo, pero por fortuna pude sacarle esa idea de la cabeza. Lo consolé tan rápido como pude para invitarlo a que reflexionara sobre esto en la soledad de su morada. Él recibió con agrado el consejo y se retiró sin haberse contentado por completo aún, pero con una evidente mejoría en su semblante.
Decidimos esperar un tiempo prudente, sólo hasta asegurarnos de que mi maestro se había ido definitivamente. Entonces el espíritu extraviado salió de su escondite y, junto con él, mi propio espíritu y yo pasamos el resto de la noche bebiendo y hablando mal de mi maestro.
* Esta minificción continúa la serie publicada en Antología (no tan) arbitraria de textos.