Uno por uno íbamos caminando. Sin querer hacíamos una fila, no muy derechita, pero una fila. Recuerdo los hombros del de enfrente y el de atrás recuerda los míos —me lo dijo unos días más tarde—. No sé si hacía frío, pero el cielo era gris. Creo que era de madrugada. Cuando respiro profundo todavía siento la humedad en el pecho. Cuando es de madrugada, ¿es de día o es de noche? Sigo pensando en esos minutos a la intemperie, me aterran. Pero cierro los ojos y me dejo caer en ese recuerdo; eso me calma. Sucumbir es una forma de resurgir. ¿Qué hacíamos ahí? No lo supimos nunca. Su mano tocó mi hombro en un instante en el que todo se volvió seguro en el universo. Mi cuerpo se hizo huesudo de inmediato sólo para dejar que la carne de sus dedos brillara. Estiré mi brazo lo más que pude y me encontré con un hombro ajeno que me salvaba. Lo toqué sólo para saber que estábamos ahí. La fila se convirtió en cadena y estábamos juntos. Seguimos avanzando.
