Primero fue un juego, luego un truco…
Había sido de los que utilizaba mis recuerdos para hacer reír a otros. Cada noche me pegaba dos cintas adhesivas en la boca para que se quedara quieta, pero encontró nuevas formas de escurrirse a través de mi cara. Salieron en mis cachetes unos hoyuelos con hilos invisibles incluidos: jalarían mi boca para regresarla a su forma de arco feliz. Arranqué las cintas, las guardé en una caja en la que encontré una pintura roja; me pinté los labios, los sentía secos. El carmín hizo magia. Al día siguiente puse en mi playera una de esas flores de payaso para que la estúpida sonrisa se espantara y no regresara jamás. Piqué el botón y, con la fuerza del chorro de agua, se fue. Mi boca contenía un grito entre dientes, estaba espantado. Espolvoreé talco por toda mi cara para que el fondo negro de mi boca encontrara el equilibrio a través del ying yang. Logré ser puro espíritu. Entonces me entrené en el noble acto de la simulación. Comencé por la aparente sencillez de la caja invisible pero pasó que, de tanto tragarme las palabras, mi ritmo interior se fue. Como acto reflejo, intenté afinarme soplando una armónica, luego un saxofón… hasta que llegó la mandolina. Seis generaciones de profunda melancolía se posaron en mis dedos. De tanto buscar en esa caja la explicación, escuché que algo sonaba desde mis entrañas. Era yo mismo el contenedor de bellas melodías. El chiste era burlar mis argumentos, dejar de provocar a los otros, sentir el hervor de mi sangre de nuevo.