“Qué les ocurre entonces a las cosas me
deja indiferente…,
sólo les queda resignarse con su suerte […].
Después podrá uno borrar las huellas
de lo real”
El silencio de la noche taladraba su cabeza. Los rumores en el cuarto oscuro del mundo hacían insoportable el latir vigoroso de la sangre. La mano se cerraba angustiada abrazando ese instrumento mortal. Los murmullos sin boca, sin ojos y sin rostro, exigían una acción radical: una incisión, una grieta que precipitara la huida de lo que habitaba dentro.
Allí, en la brillante oscuridad de la emulsión, se esforzaba por exponer la destrucción y capturar la desaparición. Ese mundo que miraba se retiraba: al tiempo que sus trazos obturaban esa impresión a la luz del día, una ola volvía y el agua penetraba los rincones más remotos de las cosas. Exprimía así lo que tenía delante de sí, quería robarle su más recóndito olor; fuera del flujo del tiempo, esculpía la vida en su detención. No se contentaba con lo que miraban sus ojos –ansiaba otros –, sobrescribía una esencia, jugaba a imprimir de nuevo el mundo en esa noche de luz.