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El mal

El cielo iluminó el pastizal y un soplo trajo un sabor a madera. Los sentí acercarse uno a uno, sus ojos encendidos y sus respiraciones pasmadas. A la distancia, el resplandor se mecía de rama en rama, murmuraba sus pasos sobre cada brizna de hierba y cada arbusto mullido. Y el vaivén del horizonte nacía en la mirada de todos.

Crecía de pronto una luz que ocultaba a la luna y se retorcía aquí y allá, y después parecía agazaparse en la espesura. Sus destellos se ocultaban detrás de algún árbol y teníamos que estirarnos para que aparecieran de nuevo, con un brillo que habíamos visto sólo en el mar al otro lado del desfiladero. Los murciélagos iluminados se materializaban de la nada y sus alas nos rozaban las caras con un estrépito de huida.

Entonces alguno alargó una zancada, quizá sin audacia, quizá debido a esos aleteos, y los demás lo siguieron, primero con pasos contenidos, después con urgencia febril. Allá íbamos imparables, plantando cara a un viento que bajó a la llanura como estampida opuesta, decidida a chocar de frente contra nosotros y triturarlo todo.

Nos abrazó el rumor de hojas crepitantes y el olor de la madera reseca. Nada después. Pero al menos por un instante fuimos más grandes que el incendio.

Escritor. Lugar común: perfil obsesivo compulsivo, pero es cierto y útil en producción editorial. Editor, traductor, corrector de estilo.

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