Los cuervos se matan intentando cruzar esa puerta. Detrás de ella está una voz que siempre los atrae. No es como los cantos de las sirenas, es más bien como un golpe de contrabajo. Cuerdas vocales vibrando los sonidos más graves que se hayan escuchado. A veces parece un temblor de tierra o un desgarre de montaña, pero es una vibración baja. Los cuervos llegan ahí irremediablemente y, con frecuencia, quien pasa por ahí se encuentra aves muertas, con los picos destrozados por azotarse contra la madera. Abrir la puerta les obsesiona. Entrar por la rendija se convierte en un impulso suicida que no pueden evitar. Cada cuervo tiene que intentarlo. De repente algún gorrión curioso se deja atraer y muere en los escalones. La puerta sigue vibrando. Los vecinos comenzamos a turnarnos para quitar las aves muertas que se pudren y atraen a carroñeros. A alguien se le ocurrió poner un lazo rojo como advertencia, pero las aves son ciegas al color y el listón se convirtió en una horca que solamente retrasaba unos minutos la fatal atracción de los cuervos. Dando vueltas alrededor de la puerta, terminan enredadas en el lazo y se ahorcan. Antes de caer al suelo, cada ave que muere suelta un silbido agudo, que se convierte en un contrapunto y equilibra la gravedad de la puerta. Es el último canto para ellas. La puerta sigue vibrando.
Escritora. Mar de nervios en esta carne contrahecha. Sentir, sentir, sentir. Y de ahí pensar. Y así decir. Y en todo eso vivir. Vivo colgada de la parte baja de la J en la palabra ojalá.
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Autorretrato
Cada vez, otra vez, y entre una y otra ángulos distintos. Cuántos contornos tiene un cuerpo, un ojo, una cabeza –adivina, descubre, parpadea–.…
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