Casi al diez para las siete de la mañana, dos departamentos abren y cierran sus puertas al mismo tiempo. En uno de ellos vive Rogelio quien, como todos los días, espera escuchar los pasos de Graciela detrás de él. En ese pasillo que conduce a la salida, algunas veces se atraviesa en el paisaje sonoro el ladrido de un perro, sobre todo cuando rehúye al paso lento de su dueño. La bolita de pelos jala de la correa mientras acelera sus patas, queriendo alcanzar su sombra. Entonces se escucha la voz aguda de un hombre corrigiendo al cachorro.
Hoy es de esos días.
Rogelio ha querido caminar más despacio para alcanzar el aura del olor a perfume que distingue a Graciela, pero sólo olía a café, a huevos rancios y a mañana fresca. Rogelio se ha imaginado cientos de rostros para Graciela. Y es que no se atreve a voltear a verla, las piernas de ella lo cohíben. Pero hoy está decidido, tras varias semanas de imaginar su rostro. A cada paso de tacón su corazón se acelera, siente que cada vez está más cerca. Está a punto de voltear de reojo para dar los buenos días, cuando ve al perro correr. Los oídos le zumban y su rostro se aproxima cada vez más al piso, no mete las manos, rebota su cabeza; su visión se centra en sombras, sobre todo la de una mano. Es Graciela. Desde su departamento escuchó el balazo, se asomó a ver y reconoció a Rogelio, corrió e inmediatamente hizo fuerza en su pecho tratando de detener la sangre. Escucha a la sirena llegar y se acuerda de las veces que deseaba que Rogelio volteara a verla y la sorprendiera sonriendo. Rogelio cierra los ojos mientras lo suben a la camilla y Graciela se queda con las manos abiertas, rojas, temblorosas…