Cruza Horacio la penumbra. Un bulto murmulla a su atención: en el jardín central del parque, una mujer está reclinada al pie del almendro. Los brazos desnudos, el cabello en arrebolada caída sobre la mejilla izquierda, la cabeza reposada sobre las rodillas. Duda. Horacio se acerca. La piel opaca no ofrece respuesta; pero el tacto: el brazo frío, rígido, la boca apenas abierta, los párpados indecisos de abrir o cerrar.
Horacio no piensa, no pregunta. Corre como estas frases, con el mismo temor perplejo.
Apenas llega a casa, se lava las manos en un temblor. Siente la espina helada, los dedos ateridos. Empieza a doler el frío: el suéter más abrigador, las cobijas, el vaso de brandy, el agua hervida, y nada parece entibiar siquiera esos nudillos.
Se olvida de todo, menos de la sensación en la punta de los dedos. Azota las manos contra las piernas y la mesa para sentir que le fluye la sangre. Se muerde las yemas, busca intempestivamente recuperar el tacto antes de perderlo por completo.
Horacio ha perdido el dominio por rozar apenas un cuerpo frío. ¿Qué hubiera sido de él de haberse tomado un instante para reconocer en esa mujer a la vecina del departamento de abajo, la que planeaba seducir un día de estos?
