Mientras transgredo con mi daga de carne el penúltimo rincón que quedaba inmaculado en tu cuerpo y con mis manos de orangután espicho tus tetas condimentadas de golpes y mordiscos, observo fijamente por la ventanita, la pequeña ventanita con cortina de flores por donde se cuela a nuestro antro de sudor y cuero un destello de sol mañanero amarillo y perfecto y miro tu cuerpo penetrado, ultrajado, volteado al revés, atropellado, convertido en onomatopeya inmunda y hermosa y marcado con mis propios dientes por doquier; la sangre que no ha parado de manar de mi nariz, las sogas, el tierno látigo y el consolador que jamás ha dejado de estar en tu culo, el olor imborrable a sudor, flujos y ano, a gritos escondidos y miradas conectadas, comprometidas, absortas, y con ese rayo de luz entiendo que hemos ido muy lejos.
A través de la ventanita se nos cuela la mañana y detengo mi transgresión y tu vagina ya no da para más, estamos agotados, transubstanciados, orinados, con los genitales exhaustos, y el olor a desayuno se comienza a sentir desde la cocina. «Hay sangre y semen por todas partes, si mamá entrara podría resbalarse», dices regresando de uno de tus prolongados orgasmos y yo te beso, te lamo por última vez el cuero inmundo que a medias cubre tu piel y te desamarro con rapidez, no vaya a ser que perdamos de nuevo el autobús a la escuela. Y en ese momento escuchamos juntos y abrazados, más enamorados que nunca, la tenebrosa voz que gime desde la cocina: «niños, a desayunar en 10 minutos».