A pesar de lo que dice aquella placa, Fernando Rabadán murió sobre una cama de hospital en compañía de Norberto, el único de sus hijos que había querido verlo. Nada le preocupó más durante esos minutos finales que volver a ver a Marcela, quien lo había dejado años atrás sin explicación alguna. Fernando había recordado día con día una conversación que sostuvo con ella: se habían prometido, un tanto al aire, reencontrarse en la entrada de aquel edificio donde se guarecieron de la lluvia la noche que decidieron casarse, si es que alguna vez se separaban. Sin considerar la ligereza de aquella plática, Fernando se obstinó tontamente y acudió, según lo acordado, cada viernes por la tarde, esperanzado en encontrarla. Así, cada vez volvió desarmado a casa.
Norberto conoció bien la soledad de su padre, lo vio consumirse año con año hasta que la tristeza y la cirrosis lo depositaron en ese cuarto de hospital pero, como el resto de sus hermanos, no dijo nada. En cambio, uno tras otro se alejaron sin reprender a ese viejo alcohólico agobiado.
‒Disculpa si les hice daño, hijo… Por favor, perdóname, permite que el mundo olvide mi estupidez ‒le pidió a Norberto unas horas antes de morir.
Si la placa afirma, por otro lado, que Fernando murió sobre las escaleras de aquel edificio, se debe a Norberto y a su insistencia en que se le recordara como «Fernando Rabadán, el idiota esperanzado, el alcohólico avergonzado que esperó a Marcela».