Hay un tipo especial de infierno que parece muy simpático, como una broma de mal gusto. Se borran todos tus recuerdos. Sólo queda una idea. Estás en un cuarto oscuro lleno de gente, esperas a que se encienda la luz. Hay una verdadera ansiedad, pues eres parte de un comité que ha preparado una fiesta sorpresa. Lo haces por una especie de responsabilidad. No sabes para quién es, pero sabes que no es alguien que te cae bien. No sabes tampoco a qué hora va a llegar. Tienes una sola palabra a punto de salir de tu boca, las manos te sudan, rechinas los dientes. Escuchas susurros de los otros que se supone que no deberían estar hablando. De repente alguien dice «shh…» y luego alguien más y así se multiplican esos sonidos por un momento efímero. Alcanzas a percibir el aroma de la comida y del pastel. Se abre la puerta, no encienden la luz: es otro invitado más, otra alma que ha muerto para unirse al comité.
Obviamente, el festejado o festejada nunca llega. Y ahí estás. Y ahí sigues, esperando, por toda la eternidad.