Nos vimos en las escolleras donde también nos encontrábamos de niños: “Este es el sueño que quiero que cumplamos”.
Se fue desnudando mientras caminábamos por el rompeolas, la luz menguante resaltaba las marcas de algunas de sus pecas que formaban caprichosas constelaciones. Yo me extasiaba al mirar un cuerpo que deseé desde niño.
“¡Ahora amárrame fuerte!”, y separó las piernas. Pasé la cuerda y me aseguré de que siguiera el camino de aquel surco, debía hacer un nudo justo a la altura del clítoris y abrir sus nalgas. Le amarré las manos y vendé los ojos, besé aquellos senos que conocí cuando no existían y los delineé con la cuerda. Sus pezones emergieron al nuevo llamado de mi boca; yo también me desnudé.
Se arrodilló, con los labios empezó a lamer mi erección, jugaba con sus dientes y su lengua; mordía suave y firme mientras yo la tomaba del pelo, la jalaba a mi cuerpo hasta ahogarla un poco y ver la asfixia que ella había descrito en el cuaderno de sus sueños. Me pidió que la golpeara mientras me tragaba entero. Ambos apretamos fuerte, ella los dientes, yo su cabello. La mordida me provocó ese delicioso dolor del placer que anticipa el orgasmo.
La solté con el cuerpo pleno de semen y sangrante; ella se levantó, me escupió en la cara, sonrió con aquella ternura de la infancia y se arrojó por las rocas de la noche.
Vi su cuerpo estrellarse en las escolleras como si fuera un cisne de papel que se deshace.