La habitación acunaba sombras nacidas de las flamas de las velas, mientras en el lecho, un cuerpo femenino se encontraba en reposo disfrutando el ir y venir de esas manos grandes con suave vello casi plateado a la luz de la luna que se colaba por la ventana, invadiendo de exquisitas sensaciones cada rincón de su ser. El aire olía a lavanda y penetraba en los pulmones de los amantes avivando el deseo como una promesa casi litúrgica. Luego fue ella quien vació sobre sus manos el líquido espeso, aromático y aceitoso y masajeó aquel cuerpo cuyos músculos parecían crecer para luego ir quedando en un reposo plácido. Los dedos femeninos resbalaban en sensuales masajes desde la espalda hasta las nalgas, bajaban por los muslos y llegaban hasta los pies para volver a subir. Los cuerpos desnudamente aceitosos brillaban uno frente al otro, uno debajo del otro, reluciendo con la grasa del fragante aceite que les daba el aspecto de estatuas, de pintura erótica, de poema visual, de perfección absoluta. Cuando sus miradas se encontraron se olvidaron del juego sicalíptico y, a la luz cómplice de las lucernas se pertenecieron hasta el infinito, brillando como si sus cuerpos tuvieran luz propia.
