Cruzamos el desierto siguiendo el fuego. Entonces encontramos el mar y supimos nuestra sentencia: en cuanto nos alcanzara el ejército seríamos pasto de los chacales.
Y sin embargo no se detuvo: caminó con la misma tenacidad de los días anteriores, se hundió en el mar hasta las rodillas e hincó el bastón de un golpe. El agua no salpicó, en principio no se movió siquiera: nos pareció que el agua era limo suave y el bastón entraba en ella como un dedo en la boca.
El mar se abrió. De pronto el mar retrocedió un paso y se abrió. Se levantaron dos muros rugientes y el mar frente a nosotros se abrió en un sendero caminable. Y el mar hendido, sin ferocidad ya, unió en ese instante dos desiertos.
Avanzamos. Y a trescientos codos vi a Abdiel detenerse ante un arcón: en los herrumbrados tirantes de bronce el sello real anunciaba oro, indudablemente. La columna entera lo reconvenía para que siguiera, pero Abdiel reía a carcajadas y ya presumía su buena fortuna.
Forcejeaba con la caja de madera embreada cuando sintió el peso de una mirada. Levantó la vista y encontró un pececillo rojo al otro lado del muro; a él también le contó sobre su fortuna, sobre la gloria fausta que lo había arropado. Antes de que pudiera despegar sus ojos de la mirada aburrida del pez, una zarpa fugaz despedazó su recinto de agua. Después no encontramos a Abdiel.