—¡Mein Gott!—me decía— ¡Mein Gott!
¡Qué desagradable mujer! Ah, pero cómo la amaba. Nada me hacía más feliz que saber que no sería de nadie más sino mía. Su pedantería y fantochez, su rictus infranqueable, el inconfundible aroma de sus perfumes baratos. Todo aquello que cualquiera repudiaría combinado en una única y solitaria mujer que Dios había puesto delante de mí para mi disfrute. Todo aquello y más. Y por si no bastaran su terrible apariencia y personalidad, mi mujer se creía alemana, y a la menor provocación arrojaba las únicas dos palabras germánicas que conocía:
—¡Mein Gott! ¡Mein Gott!
Lo dijo cuando nos conocimos:
—¡Mein Gott! Mucho gusto.
Y lo dijo la primera vez que hicimos el amor:
—¡Mein Gott! Tengo que irme.
Su carácter era una especie de aceite espeso que engrasaba la maquinaria de mi pecho: un aceite pesado, denso, capaz de soportar el calor de mi deseo por ella.