Como todas las noches la ninfa tomó su seda de plata y bajó al río. Ese medio día se encontró a dos juguetones y perdidos efebos. Por la tarde, agotada, tomó una larga siesta bajo el sauce.
Ya en el río, la sangre seca entre las piernas; esa virginidad perdida mil veces y recuperada mil veces se disolvía en el reflejo del agua mercurial que corría bajo la luna.
De pronto, la ninfa que nunca había sentido pudor cubrió sus senos y levantó la mirada: en la orilla, con enorme deseo, un hermoso centauro la observaba.
Y de esa mirada mutua, de ese arder y morir mutuos nació de nuevo la mañana.
Apenas abrió los ojos vio sus labios, su cuerpo de caballo, su torso de hombre, su ceño noble y volvió a desear la embestida, el embate. La ninfa debía bañarse primero; si no lo hacía, si volvía a ser penetrada sin ser virgen, su alma y su cuerpo se volverían agua de todos los ríos. Pero ignorando las advertencias de su estirpe, volvió a entregarse a la violencia sutil del hombre animal para recibir de nuevo a la noche.
De pronto la ninfa recordó el río y se metió entre sus aguas esperando la magia de la luna.
Y es la hora en la que no deja de llorar. Es la hora en la que no deja de extrañar a su centauro. Es la hora en la que no deja de fluir hacia ningún lado.