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Perdida

Como todas las noches la ninfa tomó su seda de plata y bajó al río. Ese medio día se encontró a dos juguetones y perdidos efebos. Por la tarde, agotada, tomó una larga siesta bajo el sauce.

Ya en el río, la sangre seca entre las piernas; esa virginidad perdida mil veces y recuperada mil veces se disolvía en el reflejo del agua mercurial que corría bajo la luna.

De pronto, la ninfa que nunca había sentido pudor cubrió sus  senos y levantó la mirada: en la orilla, con enorme deseo, un hermoso centauro la observaba.

Y de esa mirada mutua, de ese arder y morir mutuos nació de nuevo la mañana.

Apenas abrió los ojos vio sus labios, su cuerpo de caballo, su torso de hombre, su ceño noble y volvió a desear la embestida, el embate. La ninfa debía bañarse primero; si no lo hacía, si volvía a ser penetrada sin ser virgen, su alma y su cuerpo se volverían agua de todos los ríos. Pero ignorando las advertencias de su estirpe, volvió a entregarse a la violencia sutil del hombre animal para recibir de nuevo a la noche.

De pronto la ninfa recordó el río y se metió entre sus aguas esperando la magia de la luna.

Y es la hora en la que no deja de llorar. Es la hora en la que no deja de extrañar a su centauro. Es la hora en la que no deja de fluir hacia ningún lado.

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Escritora. «Larga y ardua es la enseñanza por medio de la teoría, corta y eficaz por medio del ejemplo.» –Anónimo
Ilustrador. Me gusta caminar, observar atento, hablar y hablar y hablar, la palidez del otoño y sus colores en el aire, el olor del café y los rincones vacíos.
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