¿Qué hora es? Me pregunta el señor al lado mío. Las doce menos cuarto, le respondo. El señor parece un poco angustiado, lo sé porque se aprieta los nudillos de la mano constantemente y no deja de mover las piernas como si quisiera ir al baño. Yo miro por la ventanilla a la gente que espera amontonada para subirse a este monstruo de lata que apenas si puede arrastrar sus rueditas de caucho por una ciudad llena de baches y tristezas.
La gente ya no cabe, pero el chofer grita y exige que se compriman unos contra otros, ese hombre desearía que los cuerpos se fundieran para que cupieran más almas dentro de esa lata vieja.
¡Ya no se puede más!, grita una señora gorda al fondo del bus. Nadie responde… todos mudos, ensimismados en sus frecuencias bajas, como si aceptaran la derrota de su vida diaria.
El bus se mueve de nuevo, ésta vez un poco más de prisa, los ojos de los pasajeros empiezan a cerrarse por la falta de oxígeno y de un instante a otro todos se desvanecen. Se van quedando dormidos, excepto el señor de al lado, el chofer y yo por supuesto.
En algún punto del trayecto el chofer también desaparece y en vez de pasajeros el bus comienza a llenarse de burbujas gigantes de jabón. Al señor de al lado parece no sorprenderle, más bien creo que lo esperaba, ni siquiera voltea a verme. Esta vez sus piernas han dejado de moverse y se levanta de su asiento logrando que más de una burbuja se rompa a su paso. Se dirige a la parte trasera y justo antes de que baje del bus alcanzo a percibir que al fondo hay una niña que me mira a través de las burbujas. Tiene unos ojos grandes, color miel y un cabello rizado que la hace ver como un ángel. Ella me mira… no deja de mirarme y sonríe… de pronto el señor la toma en sus brazos y ambos desaparecen de mi vista.
Yo sigo sentado en el bus, esperando que algún día se detenga.