El mundo se le presentó de un día para otro como una gran oscuridad indescifrable en la que se veía obligada a moverse a tientas. Tendría que habituarse a nuevas costumbres sin lugar a dudas: a memorizar los espacios, los olores, las nuevas voces; tendría que aprender a pedir ayuda; tardaría un tiempo, pero podría asimilar la idea de no volver a leer, la dificultad de servirse un vaso con agua durante los primeros días. Su vida se llenaría de procesos y protocolos que jamás había considerado necesarios para vestirse, para cocinar. Yo estuve ahí ese día, entre toda esa gente, por casualidad. La vi derrumbarse sobre sus rodillas, tomarse la cara con ambas manos, entre gimoteos, y abrazar un poste de luz esperando que todo pasara. Se veía desorientada. Tenía miedo.
Es curioso cómo anda uno con la certeza de su visión por el mundo y nunca piensa en este tipo de cosas hasta que puede verlas de cerca. Es curioso también cuánto puede sufrir la gente en presencia del dolor ajeno sin hacer nada por mitigarlo.
Me tomó tiempo y mentiras calmarla, sacarla de ahí, llevarla a un hospital en el que no pudieron darle esperanzas ni explicaciones. Mientras la llevaba a su casa me pregunté si se habría avergonzado por perder la vista y si guardaba silencio por lo mismo. Traté de distraerla hablando de cualquier cosa, pensando que era lo menos que podía hacer, pero nunca me contestó. Cuando nos despedimos pude verme en sus ojos abiertos, en el nuevo color opaco de su iris. Éramos dos personas tristes que tomarían su propio camino.