Desde el cuarto semestre de preparatoria, ella se topaba todos los días con ese chico en la estación del metro. Parecía muy tímido. Ella se había percatado de que estudiaban en la misma escuela porque él llevaba amarrados a la mochila unos retazos de tela con el escudo del Club de Botánica impreso con una burda serigrafía. Nadie más los usaba, ni siquiera los demás miembros. Un día lo vio en la biblioteca, absorto ante unos diagramas. Se sentó frente a él y lo saludó. Él la miró y se asustó, como si hubiera visto un fantasma.
—Eres muy listo, ¿verdad?
—Este… sí…
—Qué presumido, ¿eh?
Él se encogió de hombros.
—¿Quieres ser mi amigo?
Ella le extendió la mano.
—Sí, claro. Aunque el mundo va a cambiar muy pronto y eso dejará de ser relevante.
—¿Cómo, cómo?
—Ah, nada, es una pequeña broma que hago a veces.
El chico se quedó ido en sus papeles, sin hacer mucho caso a lo que pasaba a su alrededor.