Lleva por dentro un termómetro nuclear. La marca trepa poco a poco la escalera de números y rayas negras. La noche con enfisema lo abriga de lana obscura. Los postes se inclinan y queman su frente. El tráfico incesante lo atropella una y otra vez con ruido férvido. Todos los faros de los coches le apuntan.
En su muñeca las manecillas del reloj no son más que dos charcos de hierro. Las plantas de sus pies traspasan el caucho de las suelas y hierven contra el pavimento.
Su piel llora. Sus manos se ahogan. Su garganta se llena de lava agria. Las agujas que viajan detrás de sus ojos se funden. Las sinapsis se sobrecargan.
Rebota entre los transeúntes. Absorbe su cinética, sus insultos en brasas, sus miradas rojas. Tambalea sobre un río de fuego. Hiede. Palpita. Irradia.
Se detiene, se quita la cadena de oro. Se quita el reloj. Se quita toda la ropa, pero no hay diferencia. Desnudo, mientras el semáforo peatonal le grita a los ciegos que pueden pasar, explota.