De pronto Yo se cansó de pelear lugar, de vivir sin gloria, sin oficio claro. De existir dudando, siempre en busca de una no sé qué cosa verdadera: oblicua, inefable, intocada; apenas vista por el silencio y la oscuridad.
¡Esto se acabó!, se dijo un día y se sentó a ver caer las hojas del otoño sin fin. Lo hizo con la esperanza de tener la bizarría de no volver a levantarse más. Quería olvidar que era, que existía. Soñaba con perder la cúspide de la memoria, la batalla por los hilos, la sensación de lo evidente e irremediable.
Sin embargo, a punto estaba Yo de quedarse sin tierra y cielo, sin piel y forma, cuando No se percató de la disidencia. No era definitivo y obstinado, siniestro y dispuesto a todo con tal de evitar que cualquiera se equiparara a él, él que en su esencia era la negación absoluta de todo, de lo imposible y lo improbable: de lo nacido muerto.
Y así, estando Yo tan cerca del abandono, de la muerte sin lugar y sin huella, No lo tomó del cuello y lo regresó a su lugar.
Desde entonces Yo duda de nuevo y piensa, piensa y nunca termina por entender, nunca termina por existir.