“El color carmesí corresponde específicamente a la coloración del polvo que resultaba de triturar los cuerpos secos […]”
Abrió la puerta de la habitación. Enmascarado y silente, como siempre, previendo que su presencia pudiera ser sentida. Con sigilo, mendigaba tiempo al destino. Pensaba que podría decidir —de lograr ganar el duelo, con un disparo rápido y penetrante de su mirada— si dejaba que la atmósfera de adentro lo atrapara o si mejor clausuraba el acceso y volvía hacia el futuro.
La visión lo encadenó y su cuerpo fue herido al instante, tan pronto llegó a sus ojos esa descarga de luz carmesí que rebotaba en el prístino mármol. Allí estaba ella. La misma de siempre, encadenada en el mismo lugar. Teñida de su tintura preferida, tintura de sangre deslavada por el sudor frío de su angustia, de púrpura concentrado por días lastrados de desesperanza. Enlutada por esos óvulos sin porvenir que estallaban infecundos.
Había sido un manantial de sangre. Con el tiempo se fue secando y su tintura, tanto más intensa. La sangre, poco a poco, dejaba de correr.
Una semilla sin savia. Él, sediento de sangre e inundado de culpa, no resistía su deseo. Gozaba verter su semen en esa tintura de estirpe maldita, destilaban juntos un luto terrible en el que se unían sin consecuencias, en la aversión de la existencia y ante un final certero: la muerte. Mataban en cada instante todas las posibilidades como se mata el tiempo.
Nada les sobreviviría.