La casona era hermosa. La luz de la luna entraba profusa a través de los ventanales, alumbrando la olorosa duela de pino, logrando que la visibilidad fuera muy clara. La madre estaba en la cocina, su cuerpo tenía las entrañas reventadas y revueltas entre pedazos de un feto casi a término y empuñaba, aún, un enorme cuchillo. En el jardín, sumido en la belleza de los ruidos nocturnos y justo junto a los rosales casi plateados, yacía un brazo o lo que quedaba de él. Escondido tras una roca y con la vista hermosamente azul y extraviada, un joven intentaba contener la hemorragia a causa de su brazo faltante. Pero el más alucinante espectáculo fue encontrado en la recámara matrimonial, en donde el cadáver del padre de familia, postrado en posición fetal entre heces fecales, sangre y orines y con las cuencas de los ojos vacías y el pene mutilado a mordidas embutido en la boca, daba testimonio de una masacre despiadada.
En un psiquiátrico, Elena, drogada e ignorando completamente la realidad, se había quedado instalada en su propia pesadilla iniciada cuando tenía seis años: esa que durante múltiples noches y hasta que tuvo quince, la atormentó cada que su padre entraba a su habitación para violarla. Los médicos la habían empezado a tratar a los siete, diagnosticándola con “licantropía clínica” cuando su madre, aterrada, la había encontrado en el gallinero –entre plumas y sangre– con un pollo destazado en la boca.