Regresaba del trabajo cuando vi su silueta alejándose de mi casa. Se detuvo un momento, me miró fijamente y continuó su camino. La sangre, la carne y el dolor de mis hijas y mi mujer debieron ser suficientes para calmar su hambre y prescindir de mí como presa.
Un mito que se volvía realidad. Una historia que nadie quiso escuchar. Una agonía ciega que clamaba venganza.
No fue fácil rastrearlo. Estuve perdido, estuve lejos, estuve cerca. Hace poco descubrí su identidad. Es un hombre de familia con dos hijos y una esposa.
Ayer visité su hogar y le dejé un mensaje como el que él me dejó, y una nota para encontrarnos hoy, bajo la luz de una luna llena, en el lugar de mi tragedia.
Frente a la puerta de mi antigua casa, ahora deteriorada por dentro y por fuera, grito los nombres de mis muertos para pedirles permiso y valor. Con el corazón hambriento y un cuchillo amarrado a cada una de mis manos empujo la madera.
El crujir de la puerta se confunde con su aullido.