Me dirigí al punto apenas tuve las coordenadas. Apunté mi nombre en la lista de espera desde hace ya varios meses pero fue hasta el día 32 Wolten cuando fui seleccionado para habitar el planeta Boltar. No es que me sintiera insatisfecho por vivir en un planeta de lento desarrollo, pues dicen que Boltar no tiene mucho de sorprendente salvo aquella sustancia salada de nombre zuar que durante el día es clara y transparente y de noche oscura como el propio universo.
La primera vez que escuché del zuar corrí al Ministerio de Traslados y me anoté en una lista de hojas y hojas de espera. Además, me interesó tanto vivir en Boltar que investigué sobre la historia del lugar. Sorprendente. Cientos de años sin tecnología –incluso sin fuego–, sistemas de dominación que se fueron perfeccionando, conocimientos matemáticos y una amplia diversidad de recursos alimenticios. Se dice que en algún momento Boltar contó con una gama extensa de climas y el frío de hoy en día está muy lejos de lo que los historiadores llaman El Caribe.
Hoy que estoy aquí descubro que valió la pena. La nave en la que llegué, hecha de materiales y figuras que copié de un libro llamado Bestiario y simbolismo, se desfragmentó apenas pasé por la estratósfera espacial.
El zuar es tal como lo imaginaba, con su inmensidad más grande que el cosmos, con sus tarmes ondulantes y enormes, con su ir y venir como yo, como todos los que nacimos en cualquier parte.