Comienza con una cuerda que suave pasa por la espalda, los muslos, cadera, vientre, hombros y se enrosca en las muñecas; ahí va apretando y apretando hasta que duela gratamente. Después, otra cuerda se adhiere al pecho como una lengua y marca sobre mis pezones una línea rojiza salada y húmeda. No es dolor lo que siento, sino una especie de transformación en cada una de las partes de mi cuerpo donde las serpientes de cuero trazan su camino y aprietan con firmeza y más firmeza, hasta sentir que ya no son cadenas sino lazos blancos de azúcar.
Así por mis pies y mis tobillos apretando de izquierda a derecha hasta sentirme libre, con ganas de correr sobre montañas y entre las nubes jadeantes. Pierdo forma entre más me libero. Lo que veo es más de lo que sé y logro comprender después que un rayo parte mi espalda una y otra vez.
Se reproduce la visión, se multiplica la fuerza y tamaño de mi cuerpo feliz y castigado.
Cada que sucede pienso en el regalo de romper los límites de lo permitido, las barreras que entre más estrechas más reveladoras se vuelven. La ofrenda a la infinidad que nos es posible. Camino sin forma y sin razón, sin saber si ya estoy muerto o tendré la oportunidad de volver. No sé si daré lástima o seré amado. Si tuviera un espejo enfrente no sería yo; vería al ser más poderoso y extraordinario, ese del que hablan los libros o los poetas.