Cuatro días después de que mi madre comenzara a concebirme, tuvo un encuentro cercano del cuarto tipo. Esto ocurrió en Pelleco, donde quedaba el campo por el que conocí nutrias, mosquetas, castaños, cerezos.
Mis padres venían de vuelta de una discoteca. Al llegar al portón que conducía a la entrada, vieron una enorme sombra que caía sobre ellos. Levantaron la mirada; enmudecieron. Las manos de mi padre sujetaron fuerte el volante de su Fiat 600 a efecto de disimular la crisis. Todavía no volteaban a verse, cuando fueron abducidos.
Ya arriba, un extraño ser le preguntó a mi madre si sabía de su embarazo. Naturalmente, ninguno de los dos tenía idea. Entonces, muy amablemente les explicó lo que su tripulación tenía que hacer: reprogramar mi código genético para que no diera a luz gemelas homocigóticas y con ello evitar que hubiera una duplicación de mí cuyo sexo y conciencia estuvieran determinados por los pares de cromosomas XX.
No va a doler, dijo el extraterrestre. Con un gesto, mi madre comunicó a mi padre que no se preocupara. Pero a él ni tiempo le dio de sentir nada porque entre todos con la mente lo sedaron. Cuando despertó, uno de los seres le dijo: la operación fue un éxito.
Yo, sin embargo, hoy por hoy puedo decir que algo en esa estúpida intervención salió mal. De otra forma, cómo explicar que pueda pasar tan fácil del habano al bolso de mano, que busque que me busquen y que sienta tanta atracción por los espejos.