Cada vuelta, cada giro entre los sabores de sal y roca, como la remota morada en la que habitaste. Y el mar se condensaba con ese sol tan falto de fuerzas para asirte, para tomar tu mano y alejarte de ese fondo tan lleno de corales, tan piedra, tan espuma, tan fondo.
Parado en el borde de mi impotencia, siendo el espectador inútil de una puesta de sol, miraba las volteretas y te miraba desvanecerte, tragada por una furia de agua y viento; y creo que lo último que alcancé a ver fue tu sonrisa, como la despedida, serena y hueca, de quien sabe que ha perdido la batalla contra el oleaje.
Tres días después los pescadores me entregaron tu cuerpo, te encontraron flotando cerca de aquella playa en la que hayamos la concha de nautilus.
Yo sabía que tú ansiabas estar en ese mar, por eso a los pocos días aventé tus cenizas por el mismo acantilado en el que cayó tu cuerpo.
Acá en casa el silencio se hace más fuerte, el recuerdo de mirar tus ojos angustiados y tus manoteos estériles me vuelve cada noche como una pesadilla que me pudre la vida.
Cuando la cosa es insoportable, cuando la tristeza me jode el ánimo, pongo la caracola aquella en mi oído para escuchar el sonido del mar y, en el fondo, muy en el fondo, escuchar tu voz ahogada.