Las decisiones se toman y ya, lo que pase después es asunto del destino; uno no sabe si se hizo lo correcto sino muchos años después.
Decidieron «hombre» con la misma incertidumbre con la que decidimos poner el despertador a cualquier hora o tomar el paraguas para salir a la calle. Era una moneda en el aire que giraba y que quizá caería de nuestro lado.
Vinieron entonces las agujas, los bisturíes, los tratamientos hormonales, los partidos de futbol, la rara sensación de ser normal.
Pero en el fondo yo presentía el error, esa intuición que está allí que dice lo correcto y a la que a veces no le hacemos caso.
La moneda cayó y con ella mi vida. A los 12 años comenzaron a crecerme los senos, ignorando mi hombría, haciendo a un lado mi sexo, relegando mis testículos a un colgajo estéril.
Dejé de tomar las hormonas y que mi cuerpo se desarrollara: los pechos crecían hermosos y de mi talle nació la cintura y las nalgas. Pero también creció la frustración, la necesidad de esconder aquello que me hacía diferente, aquel lastre.
Cambié de nombre, de rostro y de un cuerpo que me fue volviendo mujer salvo por dos partes a las que me negaba rotundamente a renunciar: este pene tan mío y este pensarme hombre.