El sargento miró detenidamente el cadáver que tenía enfrente: no quería reconocer a nadie en ese rostro quieto pero no podía evitarlo, después de todo la había querido a escondidas suficientes años como para hacerle el feo ahora. Había muerto pocas horas antes, podía verlo en la suavidad de su cuerpo. El calor de la habitación había acelerado el proceso de descomposición, llenando el espacio de un aroma pútrido y persistente. Todo en el lugar contrastaba con sus recuerdos, pero el aroma en especial le hizo pensar en cómo la extrañaría. Las manchas de sangre en la pared, los muebles fuera de lugar, los cristales rotos le indicaban que no había sido fácil, que la lucha había sido extensa; pero la posición del cadáver y los cortes en sus brazos le decían que ya descansaba en paz.
El sargento ordenó a sus subordinados que revisaran el resto del lugar. Una vez a solas, se hincó junto al cadáver. Le palpó el rostro, los senos.
—Si te hubieras ido conmigo no estarías así, flaca —dijo el sargento para sí mismo y sonrió con cierta satisfacción, como si algo se hubiera liberado dentro de su pecho.