Hoy es mañana y mañana será hoy y el reloj no registra movimiento. Elías mira las manecillas, se dice a sí mismo que no avanzan.
Diez de la mañana. Debió sonar una alarma para recordarle algo que ha olvidado. A lo mejor el otro Elías, el que dijo vivir diez años adelante, le pudiera ayudar. Lo conoció cuando la misión llegó a un atajo intrauniversal. No hubo paradojas, ni caos, ni ninguna de todas esas suposiciones destructivas.
Agujeros en el vacío del universo, murmuró.
Un gusano con tejidos de tiempo-espacio sale del piso gris, avanza hacia su pie y entra por la llaga diabética. Elías lo mira moverse debajo de su piel: se ha convertido en una bola subcutánea que se alimenta de su sangre. Sus ojos gritan pero su voz no rebota en la pintura blanca del cuarto. El anélido sube hacia la ingle, se instala en su abdomen y sale por el ombligo.
Desaparece casi al instante.
Ayer el reloj marcaba las 4:30 p. m. de un día de junio de 1984; hoy es un viejo astronauta internado por alucinaciones esquizoides.
Lamenta haber desoído la advertencia del Elías del futuro sobre no contar la desviación del viaje. La humanidad aún no está preparada para entender los desplazamientos del espacio. Es una probabilidad teórica, improbable, le confesó.
Diez treinta de la mañana. Recuerda lo que había olvidado.
Elías conoció a Elías cuando se había agotado la reserva de oxígeno en la cabina del transbordador espacial.