Compraba libros de escritores que no te cansabas de elogiar. Los leía esperando que las entrelíneas fueran esa plegaria que haría realidad el milagrito. Mi teléfono nunca sonó.
Dejé a un lado los vicios del cuerpo bajo la promesa de que a los buenos se les recompensa con apariciones, pero mi recuerdo de ti seguía sin encarnarse.
Me embelesé de otras auras resplandecientes mientras tú en otras bocas seguías dando muestra de buena voluntad… hasta que regresaste por tu propio pie. Me pediste que no te dejara desaparecer, pero ya no tenía veladoras ni tenía esperanza. La química dicta que a cierta temperatura un cuerpo sólido puede cambiar a un estado gaseoso sin pasar por el líquido. Los ojos se me han secado, ya no eres santo de mi devoción.