Nadie se preocupó, lúnico que necesitaba era que lo cuidaran; nadie lo cuidó, lúnico que necesitaba era que lo amaran.
Cuando nació, su madre ladró y, Lúnico, sangre de perra lamió. Pobre.
Lúnico sacaba la lengua cada mañana y algún godínez, cafeína derramaba; era lúnico que lo mantenía. Se negaba a dormir, le gustaba su insomnio, lúnico compañero. Por las noches, lúnico que hacía era ladrar imitando el primer lúltimo ladrido de su madre. ¡Callen a ese pinche perro!, gritaban los vecinos encabronados, ¡hijo de tu puta madre!, le decían los espantanublados.
Desde cachorro siempre fue solitario, de nadie aprendió a ser perro. No levantaba la patita para mear, meaba así tal cual, en cuatro. No movía la cola, se sentaba sobre ella, inmovilizándola. No daba vueltas antes de echarse, caía nomás. No buscaba refugio cuando llovía, sentado se cubría. No les olía las colas a las perras, le daba asco, se las cogía sin preguntar, lunático. En cada situación perruna, Lúnico tenía su propia forma de ejecución.
Hace falta decir que no era feliz, al pobre nadie lo quería, lo insultaban y uno que otro le escupía, pero él todo lo recibía: gritos, patadas, insultos y malas caras.
Paseo de la Reforma no es un sitio para perros. Intentaron envenenarlo, atropellarlo, ponerle clavos en la comida, llevarlo a la perrera y hasta un viejo taquero intentó comérselo, pero sólo el destino tuvo el honor de cargarse a quien se cogió a todas las perras del vecindario y dejó en vela a tanta gente. Sólo el destino pudo reclamar la vida de aquel hijo de perra que, de cualquier forma, ya estaba muerto. Por increíble que parezca, a Lúnico le cayó un rayo. A mitad de una tormenta se fue. Se lo llevaron. Ahora se encuentra en otro lugar, con otros perros Lúnicos que lúnico que necesitaban era comprensión.