Su dulzura estaba extendida ante mí, una palma de mano abierta. Me subí de inmediato. ¿Qué había que pensar? Siempre me ha gustado lo dulce. Y ese olor, tan familiar. El humo es una cosa dulce y caprichosa. Se mueve lento y rápido a la vez. Nada lo detiene, hasta que se desvanece en el aire. Pero para entonces ya está en mis pulmones y ahí vive. Dulce humo. Mi madre era dulce. Rodeada de humo iba con prisa por los cuartos de la casa. Abriendo cajones. Colgando el teléfono. Enojada y sonriendo. Se acercaba a mí con el cigarro en la mano y me acariciaba la cabeza. Me dejaba despeinado y feliz. La casa olía a pizza y a humo. Diferentes humos, unos más suaves que otros. La veía con el ceño fruncido esperar junto a la ventana, mordiéndose las uñas. Y el cigarro en la mano. Luego tocaban el timbre una sola vez, corta y seca. Cada vez me parecía que ese sonido no sucedía; nunca vi a nadie al otro lado de la puerta. Pero ella sonreía, encendía un nuevo cigarro y la casa, entre humos, recibía su risa.
Escritora. Mar de nervios en esta carne contrahecha. Sentir, sentir, sentir. Y de ahí pensar. Y así decir. Y en todo eso vivir. Vivo colgada de la parte baja de la J en la palabra ojalá.
Enamorado de las novelas gráficas, interfaces de videojuegos, malteadas de Coyoacán, floating points, caminatas nocturnas bajo la lluvia, errores de computadora y libros infantiles. Del infierno a tu corazón.
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