Abrió la puerta y ahí estaba. El siguiente suceso fue súbito; tanto, que por más que se empeñó en enterarse, su cerebro no respondió. Creyó intentarlo cuando sus ojos recorrieron la habitación de la sala con una especie de mareo nunca sentido —como cuando subes a un juego mecánico que te voltea para todos lados—, pero fue inútil; de nada se enteró y nada volvería a ser igual. Así lo atestiguaba su propia cabeza —con los ojos abiertos y sin gota de ansiedad en su mirada—, que había rodado hasta las patas de su sofá preferido.
Como siempre, la nada y la vida continuaron paralelamente indeterminadas.