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¡Árbitro vendido!

Y en esta esquina La Turbia con sus ojos verde ciénaga supuestamente bien abiertos detrás de su nebulosa cabellera. En esa otra, ella, La Guácara Siniestra, la que aprovechó con saña el instante en el que su oponente parpadeó.

Y zas.

Pun.

Chis.

Cuaz.

Un sillazo plateado en la meritita cabeza. Una mordida en la nalga que más duele: la nalga izquierda, la nalga del corazón. La Turbia contra las cuerdas, sobre la lona, gruñendo dolores en todos los idiomas. La Turbia tragando sangre, escupiendo muelas. Y ella, La Guácara Siniestra, balando de placer, con sus patas voladoras y sus kilométricas pezuñas diseñadas para atravesar carnes a distancia, con sus retorcidas acrobacias entrenadas con aguardiente y reggaetón. Una y otra vez. De día y de noche. Partiendo madres, que de eso se trata.

La Turbia, técnica por convicción, se volvió ruda por obligación.

 

En una vida anterior fui encargada de un videoclub en Ciudad Juárez, actriz de teatro: bolero, ángel, diabla, preciosa ridícula, cantante, abogada, mujer fatal, vividora, loca, desahuciada, princesa, bruja, rata bailarina, niña, niño, tortuga, anciana…; modelo, ayudante de un mago y faquir, vendedora de amuletos cósmicos en ferias del pueblo, vendedora de tiempos compartidos, asistente de un psiquiatra bebedor, mesera con escote amplio, telefonista de call-center, paseadora de perros, guionista, correctora de estilo, redactora publicitaria y estratega de contenidos web. Ahora vivo reencarnada en mí.

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